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Emboscada al demonio de Valaquia

Sinopsis:

Emboscada al demonio de Valaquia es un relato corto que forma parte de una historia de mayor extensión. El argumento gira en torno a la caída del príncipe Vlad III (conocido como Tepes) y mezcla realidad y ficción, algo muy común en torno a la figura de éste  personaje histórico que inspiró a Bram Stoker en la creación del célebre Drácula. Por ello  el relato mezcla todos los elementos y nos sumerge en el corazón de una vibrante batalla  que nos permite conocer, a través del recuerdo de un guerrero, el final (o no), del aterrador caudillo valaco. 

Relato:

El príncipe Vlad no está muerto o, al menos, no murió ese día tal y como se cuenta. Es cierto que su cabeza fue cortada tras la batalla y llevada a Constantinopla pero, aunque nunca he llegado a entender bien cómo, aquel diablo logró escapar con vida dando lugar al suceso más extraño que he presenciado en mi vida.

 

Habiéndose convertido Vlad en un asunto muy molesto para el sultán, muchos fuimos los que nos involucramos en la nueva invasión de Valaquia con el fin de hacernos con su cabeza y llenar, de paso, nuestras bolsas con oro. Cuando el ascenso al poder de Basarab Laiota era inminente, vimos la oportunidad de abatir al príncipe valaco y, aunque fue complicado encontrar hombres dentro del ejército otomano debido al miedo que muchos sentían con solo escuchar hablar de Vlad Dracul, finalmente, con mucho esfuerzo, se juntaron alrededor de trescientas almas entre las que me encontraba presente.

 

Unos días más tarde, se preparó una emboscada y el príncipe valaco se vio rodeado por nuestros hombres sin percatarse. Antes de que diese comienzo la batalla me encontraba oculto entre la vegetación y pude contemplar, con todo lujo de detalles, al hombre que sin duda más temía. En aquella época era poco más que un muchacho y el afán de riqueza y gloria era superior al miedo que sentía por aquel hombre, demonio o lo que se suponga que sea. La visión del valaco escoltado por su numerosa escolta moldava, fue imponente. Aquellos individuos eran guerreros fuertes y contaban con una amplia experiencia en combate, acostumbrados a luchar contra un enemigo que casi siempre les superaba en número. Además, su frialdad y crueldad era legendaria, pues eran célebres por hacer realidad sin dudar ni rechistar, todas las atrocidades propias del modo de administrar justicia de su señor.

 

Apenas unos segundos antes de que se desatase el caos, admito que dudé si dar media vuelta y escapar, más aun cuando el príncipe valaco examinó, sin verme, la vegetación en la que me encontraba oculto. Puedo asegurar casi con total certeza, que el príncipe no reparó en mi presencia, aunque por unos instantes me miró fijamente y, mostrando una especie de sexto sentido o habilidad premonitoria sobrenatural, llevó por instinto su mano a la espada mientras dirigía las riendas de su caballo con desgana.

 

Admito que se me heló el alma cuando, por unos instantes, mis ojos y los suyos se encontraron de manera fortuita. Fue como mirar cara a cara al mismísimo demonio y solo en ese momento caí en la cuenta de que era tan insignificante en su perspectiva, que sus ojos me miraban sin llegar a verme, aunque tal vez aquello fuese fruto del azar. Los ojos grandes y grises del príncipe, eran acompañados por unas pobladas cejas negras que le daban un aspecto amenazador y, la suma de los rasgos en su conjunto, formaban una expresión que encogía el corazón y te paralizaba. A pesar de las infinitas historias en circulación, puedo asegurar que no era un hombre demasiado alto y, aunque su proporción era delgada, sus hombros eran anchos y, en general, poseía una musculatura bien definida.

 

Lo siguiente que recuerdo fue un sonido grave y estridente que nos indicó a todos el inicio de la contienda. Se esperaba de nosotros que nos abalanzáramos a toda velocidad sobre nuestro enemigo y lo aniquilásemos sin contemplaciones aprovechando el factor sorpresa. Aun así, a pesar de tener la idea clara en mí cabeza, mis pies se negaron a avanzar y no pude evitar quedar clavado en el sitio. Aquella no fue mi primera batalla, pero reconozco que fui incapaz de eludir la parálisis que me invadió al verme encarado contra un enemigo sobrenatural. Admito que no me avergüenzo al recordar como en los primeros momentos del combate, me mantuve oculto tras la vegetación, sin saber muy bien que hacer. Pero cuando acude a mi mente aquel bochornoso instante, recuerdo la bravura con la que luché después y doy las gracias a Dios por librarme de lo que ocurrió a continuación. Si no hubiese permanecido oculto y el valor se hubiese apoderado de mí del mismo modo que del veterano que tenía justo al lado, en este preciso momento sería incapaz de narraros esta historia, pues no sería más que un cadáver.

 

Junto con buena parte del reducido ejército, mi compañero de armas inició una carrera entre gritos y maldiciones ante la sorpresa de la guardia moldava, que en aquel instante hizo gala de su aspecto más humano y se mostró confundida. Sin embargo, aquello no fue más que un espejismo, pues la profunda veteranía de las tropas de élite del príncipe pronto salió a relucir y, como solo efectuamos el ataque por uno de los flancos, juntaron los costados de sus monturas lo mejor que pudieron con la intención de trazar una línea y aguantar nuestra carga. Mi compañero de armas mostró tal ímpetu en su carrera que cuando llegó a la altura del primer valaco este apenas había tenido tiempo de moverse. Pero, sin duda, el valaco reaccionó bien y cuando la cimitarra estuvo a punto de alcanzarle por el costado, dio un tirón a las riendas de su caballo y, tras encabritarlo, lo hizo girar noventa grados sobre las patas traseras. La determinación de mi compañero de armas jugó entonces en su contra y antes de darse cuenta de la estratagema del jinete, se encontraba bajo los cascos del equino, el cual demostró porque era un caballo de guerra y con una furia desmedida, le propinó tal golpe en la sien con una de las patas delanteras que su casco se arrugó como si fuese pergamino y cayó fulminado para no volverse a levantar jamás.

 

Aquella imagen podía haber significado el detonante en mi debate interno, pero en lugar de dar media vuelta y huir, inicié mi carrera hacia las líneas enemigas donde ya se intercambiaban los primeros golpes. A menudo pienso en el motivo que me llevó a emprender semejante acción y siempre encuentro la respuesta en la indumentaria del, por entonces, príncipe de Valaquia.

Aunque se encontraba armado, no cabalgaba con una indumentaria propia para el combate. Al permanecer oculto entre la vegetación, unos instantes más que el resto, pude apreciar, con todo lujo de detalles, el movimiento en la formación enemiga y reparé en que el príncipe no poseía yelmo o la armadura pesada tan habitual en los caballeros europeos de la época. Además, a su lado cabalgaba una mujer que bien podía ser de alta cuna o una de sus meretrices. Nadie, salvo un loco, tendría la gallardía de ir a la guerra sin armadura o acompañado de una mujer y de inmediato razoné que era obvio que el príncipe no pensaba luchar ese día. Aquello me proporcionó el valor necesario para abalanzarme contra el enemigo pues en mi juicio se instaló la idea errónea de que habíamos logrado engañar al demonio.

Pronto comprendí que el maligno puede adoptar multitud de formas, pues no lo encontramos en el lugar en el que todos esperábamos. Tras la batalla me resultó evidente que al maligno no se le puede engañar y desde el principio estaba al corriente de nuestra presencia e intenciones.

 

Por entonces, todos los presentes nos encontrábamos trabados en combate y los pensamientos se esfumaron dejando paso al horror propio de las batallas a gran escala.

Golpes, gritos y maldiciones alcanzaron proporciones ensordecedoras. Aún tengo que recurrir al alcohol para silenciar los sonidos de aquel momento en el que la sangre, la muerte y los mandobles estaban a la orden del día. Debo admitir que, aunque nos habíamos beneficiado del factor sorpresa y casi doblábamos en número a nuestro rival, este gozaba de mejor equipamiento y peleaba con una furia nunca antes vista por ninguno de los presentes. Aun así, dadas las circunstancias, cualquier militar con una ínfima preparación, hubiese apostado sin dudar por nuestra victoria tan solo unos minutos antes de iniciarse la contienda, pero lo cierto es que en aquel momento la batalla se encontraba trabada y ninguno de los bandos se mostraba capaz de desequilibrar la balanza y alzarse con la gloria.

 

Pero el príncipe valaco, además de cruel, era listo como un zorro y no estaba dispuesto a sacrificar a sus mejores hombres en una escaramuza contra unos guerreros carentes de valor que, con gran fortuna, habían logrado sorprenderle. Por ello no dudó en transmitir desde la retaguardia la orden de retirada y todos y cada uno de los hombres que componían la guardia moldava aprovecharon la mayor movilidad de sus monturas para iniciar una retirada magistral en dirección contraria al conflicto.

 

Cuando la mayor parte de los caballos lograron romper el enfrentamiento directo, me disponía a entablar combate contra un guerrero alto y musculado que quedó rezagado tras perder el caballo en un enfrentamiento anterior contra dos compañeros de armas a los que logró abatir. Tras un efímero intercambio de estocadas, reparé en que mi rival se llevaba la mano al costado, donde se manifestaba una herida de muy mal aspecto. Sorprendido por las dimensiones de semejante corte, juzgue de inmediato que si aquel pobre diablo sobrevivía a la jornada, tendría serios problemas para mantenerse con vida. Sin embargo, no hubo tal problema, pues haciendo gala de la caridad cristiana de la que tanto presumen los heréticos seguidores de Cristo, cercené su vida a golpe de cimitarra.

 

Tras las caída de mi rival alcé el rostro y solo entonces fui plenamente consciente de cómo el enemigo escapaba sin que pudiéramos evitarlo. De inmediato, iniciamos la persecución a pie, aunque en poco tiempo el aumento de la distancia con respecto al enemigo se hizo más que evidente. Aun así ninguno de los guerreros desistió y todos redoblamos esfuerzos cuando un sonido estridente nos hizo saber que, en aquel instante, se iniciaba la segunda parte del plan.

Para mayor impotencia de los valacos, un grupo más reducido que el que les perseguía apareció de la nada y tras recibirles con un aluvión de armas arrojadizas, se abalanzaron contra ellos cortando cualquier posibilidad de retirada.

La guardia moldava no se intimidó y, antes de que la pinza se cerrase en torno a ellos, formaron una media luna defensiva alrededor de un pequeño montículo desde donde el príncipe distribuía las órdenes a gritos. Fue entonces cuando contemplé a su acompañante en todo su esplendor. Se trataba de una mujer joven cuyo delicado vestido negro contrastaba con la piel nívea que cubría sus huesos. La dama se mostraba impasible a lomos de un caballo color carbón y observaba el transcurso natural de los acontecimientos desde la privilegiada elevación, protegida en todo momento por un miembro de la pareja de escoltas que siempre acompañaba al príncipe.

Resultaba escalofriante la pasividad con la que recibía la dramática situación que tomaba forma ante sus ojos y, para acrecentar la confusión que por entonces me invadía, la dama desmontó y desenfundó una espada que, hasta el momento, había permanecido oculta gracias a la capa que le caía desde los hombros.

 

Cuando los combates se reanudaron, Vlad recorría al galope la media luna defensiva que a duras penas sus hombres lograban mantener en la parte baja del montículo. Sencillamente éramos demasiados y solo era cuestión de tiempo que la férrea resistencia se quebrase y lográsemos llegar hasta él. Antes de regresar junto a la dama y sus dos escoltas de mayor confianza, el príncipe decapitó a un descuidado lancero que se mostraba desorientado tras recibir un golpe en la cabeza. Aquel fue el primer guerrero que logró traspasar la línea defensiva, aunque sin duda no sería el último. Vlad abandonó su montura de un salto cuando esta alcanzó su destino y dio indicaciones a sus dos últimos hombres fuera de sí. La idea era que estos lograsen hallar un hueco por el que escapar con la impasible mujer. Pero, al parecer, la dama tenía otros planes y, mientras que el príncipe se hacía entender, ella mostraba la espalda y estudiaba la batalla con un gesto de desaprobación.

 

Para cuando el príncipe concluyó su explicación, la línea defensiva de la guardia moldava pasó a la historia y los últimos jinetes se olvidaron de la formación y dedicaron sus esfuerzos a sobrevivir, pues todos se encontraban rodeados por uno o dos de nuestros hombres en el mejor de los casos.

Puedo decir sin miedo a equivocarme que aquellos guerreros fueron el rival más terrible al que nadie se hubo enfrentado jamás pues, hasta cuando el combate les superaba y la victoria se mostraba imposible, continuaban luchando con una furia impropia en un ser humano razonable que, por motivos lógicos, sobrepone su seguridad personal a la lealtad a su señor.

 

Han pasado años desde aquella batalla pero aun hoy la actitud de aquellos hombres me atormenta y ocupa por largas horas mi pensamiento. Quizás no fuesen humanos normales, o tal vez se encontrasen bajo alguna especie de hechizo o maleficio. En cualquier caso, me cuesta creer que alcanzasen tal nivel de fervor de manera voluntaria y siempre acabo encontrando en el miedo la causa más probable para justificar dicha actitud. Teniendo en cuenta el pavor que el príncipe infundía aun entre su propia gente, es presumible que sus hombres más valiosos, tras muchos años a su servicio, le tuviesen más miedo a él, que a la propia muerte.

 

Lo siguiente que recuerdo me sorprendió más si cabe que la obstinada resistencia de la guardia moldava. Sin tiempo que perder Vlad giró hacia la dama que le daba la espalda mientras contemplaba el combate que tenía lugar ante sus ojos. Cuando el príncipe la alcanzó con la intención de apremiarla a huir, esta hizo algo que nadie esperaba y juro por lo más sagrado que así fue. Todo lo que voy a contar a partir de aquí se vuelve extraordinario pero, por suerte o por desgracia, yo estuve allí y puedo corroborar lo que vi, por increíble que parezca.

Cuando Vlad tocó la manga de la mujer para que se volviera, esta giró sobre sí misma y apuñaló al príncipe en el vientre, clavando la hoja hasta la empuñadura. De inmediato, el príncipe cayó de rodillas y, en un gesto instintivo se llevó las manos a la empuñadura  mientras que de su boca surgía un alarido escalofriante.

 

Por entonces ya había logrado sortear la casi inexistente línea defensiva y me encontraba muy cerca de este hecho, siendo un testigo privilegiado del mismo. Como era de esperar, la pareja de escoltas avanzó con decisión hacia la enigmática mujer y ésta recibió al que se encontraba más próximo con una sustancia polvorienta que, estalló en llamas nada más alcanzar su objetivo. El escolta comenzó a gritar y a bracear mientras que el más grande de los dos, clavó sus pies en el suelo paralizado por la perspectiva escalofriante que suponía el hecho de ver a su compañero de armas siendo devorado por las llamas. La dama, sin embargo, no se detuvo ahí y, con la frialdad que la caracterizaba, se arrodilló frente al príncipe, que por entonces se encontraba más cerca del mundo de los muertos que del de los vivos, y acercó sus labios a los de Vlad hasta que apenas hubo una distancia de cuatro dedos entre sus bocas. Ambos las abrieron y de la de la dama surgió un halo azulado e intangible, que acabó por introducirse en la del príncipe.

 

Por entonces nadie movía un músculo y los allí presentes nos dispusimos a rodear a la pareja, conmocionados por la expectación que generaba tan insólito espectáculo. El horror propio de la guerra quedó en un segundo plano y todos quedamos sumergidos en el más absoluto silencio, a excepción de algún que otro herido que aullaba de dolor mientras la vida se le escapaba.

El intercambio entre el voivoda y la ya a todas luces bruja no duró más de unos segundos, aunque a mí me pareció toda una vida. Una vez concluido el extraño ritual, el escolta superviviente reaccionó y se llevó en volandas al príncipe hasta su caballo, donde se estremeció rabiando a causa de la herida mortal. Nadie se atrevió a tocar al príncipe maldito o a la bruja ante la visión aterradora que para todos había supuesto aquel hecho inexplicable. La calma fue aprovechada por el gigantesco escolta que no dudó en huir sin oposición, embistiendo con el caballo al único guerrero que se interpuso en su camino. El paso del tiempo hizo que en un pequeño lapso, algunos recobrásemos la compostura y comenzáramos a mirarnos sin saber muy bien que hacer. Contra todo pronóstico, habíamos logrado tender una emboscada al mismísimo diablo y, sin embargo, habíamos carecido del valor suficiente como para abatirlo una vez sus huestes fueron vencidas. Todos éramos conscientes de que, con aquella herida, el príncipe no llegaría muy lejos y algunos comenzaron a formar partidas con la intención de dar caza al escolta que huía del avispero a uña de caballo. Las tímidas voces iniciales pronto desencadenaron en un maremágnum repleto de actividad cuando comprendimos que, sin la cabeza de Vlad, todo esfuerzo habría sido en vano y nadie obtendría una pizca de oro.

 

Un nutrido grupo de guerreros debió pensar que la bruja sería una valiosa fuente de información y, aunque la rodearon con la intención de apresarla, nadie se atrevió a tocarla. Desde que concluyeran los sucesos extraños, la acompañante de Vlad comenzó a emitir unos sonidos inquietantes que, unidos a la posición acuclillada y encorvada que pretendía ocultar el rostro bajo una espesa mata de pelo, lograron causar estragos en la moral de los guerreros.  

Si preguntas, todos lo negarán, pero lo cierto es que en aquel instante el pánico era generalizado y muchos se desentendieron en su afán por atrapar al escolta huido o saquear los cadáveres, aunque en realidad aquello no fuese más que una excusa para alejarse del escenario tanto como les fuera posible.

 

A continuación reparé en que la bruja carecía de la figura de antaño y la diferencia en el contorno era tan evidente, que todos los presentes se percataron de ello, incluso los más necios. Un hombre de tez oscura y turbante fue el que mostró más valor y finalmente rompió el círculo avanzando hacía la bruja con una cimitarra en la mano. Su intención era sonsacar cualquier información gracias a la presencia del siempre convincente acero pero, por desgracia, el destino tenía para él otros planes y cuando quiso agarrar a la bruja por el brazo, ésta se levantó haciendo gala de una velocidad sobrehumana y agarró por el cuello al guerrero de Alá, elevándolo por los aires sin apenas esfuerzo, como si fuese una pieza ligera y volátil.

La multitud exclamó sorprendida y retrocedió aterrada por el vuelco repentino de las circunstancias. Allí donde antes se encontraba la bruja ahora se encontraba Vlad, portando el vestido de la primera, el cual, había reventado en los puntos donde el tejido no había podido soportar la presión del nuevo cuerpo, más grande y vigoroso.

Mientras el guerrero pataleaba en el aire con el rictus desencajado, los presentes nos preguntamos cómo aquel suceso era posible. En un último intento por preservar su vida, el combatiente intentó asestar un tajo a su enemigo, pero éste capturó el arma por la empuñadura y se la arrebató sin esfuerzo. Fue entonces cuando todos reparamos en que la bruja, que había adoptado la apariencia del príncipe, no cumplía con el patrón habitual de las encantadoras que pretenden aterrar a los que le rodean con una sucesión de burdas artes nigrománticas. 

Sus facciones se habían transformado, dando a la anterior apariencia del príncipe un aspecto más fiero y animal, como si el demonio de Valaquia hubiese decidido adoptar su auténtica forma al percibir su inminente desgracia. Pero la criatura parecía ajena a nuestro desconcierto y, tras abrir la boca y mostrar una dentadura con unos colmillos similares a los de un can, encogió el brazo y los clavó en el cuello de su víctima que apenas tuvo tiempo de suplicar. En unos pocos segundos la voz del hombre se transformó en un susurro inaudible y su rostro perdió el color hasta alcanzar la palidez total. Alguien dejó escapar entonces unos versos del Corán a modo de plegaria y cuando la bestia se cansó, apartó su boca rebosante de líquido carmesí del cuello de la víctima y arrojó su cuerpo al suelo como si de un trapo mugriento se tratase.

 

Desde ese momento entendí que teníamos ante nosotros al mismísimo demonio, que había decidido adoptar la apariencia del príncipe para manifestarse. Sus ojos eran pozos negros y de su boca manaba una emulsión de sangre que dejaba ver una dentadura afilada, impropia en un hombre corriente. Sin ver colmada su furia y sed de sangre el demonio corrió en línea recta y, con un movimiento ascendente golpeó con el filo de la cimitarra la barbilla del soldado nubio que tenía justo al lado, partiendo su cráneo en dos.

 

La espantosa visión me hizo comprender al momento que yo era el siguiente y debía reaccionar  de inmediato si quería albergar alguna posibilidad de volver a ver la luz del Sol. Fue ese pensamiento el que me salvó la vida cuando el demonio se fijó en mí y lanzó un tajo circular que a punto estuvo de cercenarme la cabeza. Tras una sucesión de pasos torpes hacia un lado, traté de contraatacar sin éxito, pues mi rival detuvo mi golpe con pasmosa facilidad. Como era de esperar, la criatura no se detuvo ahí y efectuó un nuevo movimiento que pude esquivar de milagro, más por fortuna que por habilidad. Decidida a acabar con mi vida de una vez por todas, la criatura gruñó y ejecutó un golpe descendente repleto de rabia que pude desviar cruzando mi cimitarra mientras sostenía la empuñadura con ambas manos. A pesar de efectuar la cuchillada con un solo brazo, el impacto fue tan potente que mi acero salió disparado y se clavó en el suelo, dejándome a merced de la bestia. Fue entonces cuando otros guerreros por fin reaccionaron y solo eso me salvó. Ante la acometida de varios aliados la criatura juzgó que carecía del tiempo necesario para ejecutarme y me despachó con una certera patada frontal que me dejó fuera de combate tras quebrarme varias costillas.

Poco más puedo contar a partir de entonces, pues anduve reptando semiinconsciente mientras la bestia destrozaba a varios hombres. Desconozco que ocurrió a continuación pero, según me contaron los compañeros de armas que me auxiliaron, la abrumadora superioridad numérica acabó con la bestia, que fue abatida con muchas dificultades.

 

Esa misma noche se acordó zanjar el asunto del modo que todos conocemos y la cabeza del príncipe fue llevada ante el sultán y arrojada frente a las murallas de la antigua Constantinopla. Sin embargo, te confirmo que aquello fue una ilusión y, a cambio de nuestro silencio, pudimos repartirnos de buena gana la generosa recompensa del sultán. Ninguna de las partidas encontró al escolta que se llevó al verdadero príncipe y no conozco a nadie que haya vuelto a verlo o a saber siquiera de su existencia. Es cierto que la cabeza del príncipe se entregó a sus enemigos tal y como se prometió, pero aquella no era la verdadera y todo formaba parte de un engaño para llenar nuestras bolsas de oro. No puedo asegurarlo de ninguna manera pero algo dentro de mí me dice que Vlad Dracul sigue vivo a pesar de la herida mortal que la bruja le causó. Estoy seguro de que la estocada que la bruja le propinó esconde algo que se me escapa ¿Por qué sino sacrificó su vida después?

En cualquier caso, creo que Vlad sigue entre nosotros, aguardando el momento preciso para volver a hacerse con el poder y atormentarnos. Si eres inteligente, te conviene no molestarlo y dejarlo tranquilo donde quiera que esté.

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